Cuando era niña, Papito Va, mi abuelo, era mi lugar seguro.
Su amor incondicional me enseñó que lo verdadero se queda hasta el final.
Me dio el mundo, y yo pensé que así sería siempre.

Pero con el tiempo entendí que no todos te aman de forma incondicional, y eso dolió.
Intenté adaptarme, hacer todo bien, leer emociones, adelantarme…
como si esforzándome más pudiera evitar que alguien se fuera.
Me olvidé de mí para que nadie más me olvidara.

Y sin darme cuenta, esa forma de sobrevivir se convirtió en mi lenguaje emocional:
amar observando, entendiendo, sosteniendo.

Tal vez por eso decidí ser psicóloga.
Porque si el mundo no siempre sabe amar con presencia, yo quería ser ese lugar seguro para otros.
Quise convertir mi forma de ver el dolor en una herramienta,
y mi manera de quedarme —a pesar del miedo— en un puente para sanar.

Hoy acompaño a personas que, como yo, alguna vez creyeron que tenían que cambiar para ser queridas.
Les enseño que no hay que dejarse para después.
Que pueden volver a elegirse.
Y que sí es posible sentirse en casa dentro de una misma.

Si algo de esto te resonó, este espacio también puede ser para ti.